Siempre han estado muy presentes en mi vida las estaciones de tren. Son como un microcosmos donde comienzan historias y también acaban. Los besos y abrazos de los que llegan son de una sinceridad absoluta y los adioses a veces tristes y otras consoladoras.
Yo llevo años caminando hacia mi estación de tren. Me regodeo en el camino porque no quisiera llegar demasiado pronto, así que, me paro a ver escaparates donde se exponen las más diversas personas : alegres, tristes, aburridas, indecisas... y un sin fin más. Las miro y me imagino historias. Cada cual tiene la suya y ahí están sin mirarse los unos a los otros. Como pasmarotes, sí, pasmarotes esperando que alguien les indique su andén para partir.
Mis pies me llevan inexorablemente hacia mi vagón. Cuando llegó no quiero subir pero un señor vestido de negro me ticka el billete y me asegura que ese es mi tren y mi hora.
Ya sí que no hay nada que hacer. Intento mirar el cielo pero solo veo un techo desconchado. Entonces es cuando me doy cuenta que estoy rodeada de personas conocidas y el vagón es una habitación llena de máquinas a las que estoy enchufada. Ha llegado la hora, cierro los ojos y me dejo llevar por el vaivén del tren. Próxima estación...
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