viernes, 10 de marzo de 2023

Nosotras, las invisibles


 

Nosotras, las invisibles


A los cincuenta años me vino la menopausia y comprendí que pasaba a engrosar la lista de las mujeres invisibles. Hasta esa fecha había mantenido mi  estatus de ama de casa y" señora de ". De repente me levanté una mañana con sofocos, donde antes tenía una cintura y bien bonita por cierto, ahora tenía una masa informe de grasa, mis pechos se habían dado por vencidos y colgaban exhaustos y mi cara no era mi cara, más bien parecía un mapa cartografiado en 3d. Me había casado a los veinticinco años, había tenido tres hijos y siempre había cuidado de ellos, de mi marido y de la casa. De repente empezaron a volar del nido todos y cuando digo todos es todos y no solo los hijos. Aprovechando la coyuntura mi marido también había volado con una mujer veinte años más joven que yo y que aún mantenía todo su cuerpo terso y en forma. De la noche a la mañana me encontré sola en una casa bastante grande de la que yo solo ocupaba la mitad o menos. Quedarse en el mismo decorado después de una separación es duro. El sexo es lo que menos echaba en falta pues nunca había obtenido placer, solo era una especie de reposo del guerrero que cada sábado a la misma hora se abría de piernas para que " el macho" después de una semana de intenso trabajo, se desfogara; así que por esa parte casi agradecí estar sola. Sentía que tenía aún mucho amor que dar, así que fui a la protectora de animales y pregunté por el que necesitara más cariño. Me trajeron a una abuelita de trece años de nombre Cati y para casa que nos fuimos tan contentas las dos. Ella se tuvo que acostumbrar a mis manías y yo a las suyas. Cati me obligaba a salir al menos tres veces al día y conforme nos hacíamos amigas nos atrevimos a conquistar otros barrios. No muy lejos de casa descubrimos un parque para perros con muy buena pinta. Allí ya había organizado un grupo que hacían actividades con mascotas y yo despojandome de toda mi introversión me apunté a una de ellas. En cuanto vi a María con un podenco precioso me cayó bien. Éramos más o menos de la misma edad y enseguida empezamos a hablar, bueno, empezó ella, mucho más abierta que yo. Me contó que era viuda pero lo llevaba bastante bien porque se negaba a llevar un luto permanente y para eso Kurro, su amigo perruno, la ayudaba bastante.

Con el tiempo nos fuimos haciendo muy amigas. Nuestros perros se llevaban bastante bien, así que, empezamos a merendar juntas un día por semana. Unas veces en mi casa, otras en la suya y con el buen tiempo en alguna terraza. Me contó su vida, al principio más por encima y con el tiempo más a fondo. Me sentía tan bien y tan cómoda con ella que ya le consultaba mis mayores intimidades. Una tarde en mi casa me confesó que yo le gustaba. Al principio me sentí un poco molesta porque eso era algo que jamás hubiera imaginado pero conforme María me hablaba sentí que me relajaba y que mi mente se abría. Cogió mi cara entre sus manos y me besó, yo me quedé inmóvil mientras ella me miraba, se levantó y fue hacia la puerta, solo me dijo una palabra: piénsalo.


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