Anoche volví a Macondo. Volví a pasear por sus calles, entre tierra y hojarasca. Las casas, aún humildes, de las veinte familias que cruzaron la cordillera y se aposentaron cerca de la ciénaga. La familia Buendía con José Arcadio y Úrsula a la cabeza, cargaba ya con tres hijos y Rebeca, la niña recogida. Pilar Ternera y sus hijos bastardos se dedicaba a parir y echar las cartas a quien quisiera. Melquíades y sus inventos que traía locos a cualquiera. Todo estaba bien atado cuando vino el comendador Moscote y su familia y Aureliano se fijó en la hija menor, Remedios, y lo puso todo manga por hombro.
La humilde aldea fue creciendo con nuevos nacimientos y gente que venía de otros lugares y se convirtió en ciudad próspera adonde también llegó la peste del insomnio. Allí aguarda el coronel una carta que nunca llega y se enterró a Mamá grande y la revolución se enquistó para devorar a esa gente que cabalgaba entre el amor y el olvido.
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